Junto a la emergencia sanitaria y económica que estamos viviendo, sería de desear que se hablase también de una emergencia educativa. Nos llevamos las manos a la cabeza ante ciertos comportamientos irresponsables de algunos grupos de jóvenes durante este verano, cuando se lleva incentivando a una generación durante demasiado tiempo, con que el deseo no tenía límites y que no pasaba nada con instalarse en la normalización del exceso. No basta con imponer normas para cambiar mentalidades de la noche a la mañana y por eso, estamos ante una emergencia educativa.

Quienes respiramos en salesiano estamos especialmente interpelados por este reto porque aprendimos de Don Bosco esa pedagogía del “darse cuenta” que él practicó con su sistema preventivo y que transforma a los jóvenes en protagonistas de su vida. Darse cuenta de que la muerte está más cerca de lo que hubiéramos querido y que al mirarla de frente, la propia vida y la de los más cercanos se ve de otra manera. Darse cuenta de las cosas que los otros hacen por uno, porque solo quien se siente querido, acogido y valorado, responde con esas actitudes ante los demás. Darse cuenta de los propios errores para huir de la inconsciencia o de excusas estériles que sitúan la vida en una permanente autojustificación.

Narra Viktor Frankl, que su generación, que vivió el horror de los campos de concentración, pudo responder mejor que otras a la pregunta sobre qué es el hombre: “Es el ser que siempre decide lo que es; es el ser que inventó las cámaras de gas y el que entró en ellas con paso firme musitando una oración”. Tal vez, nuestra generación de jóvenes, viviendo esta pandemia mundial, pueda también responder mejor que otras a la pregunta sobre el sentido de la propia vida. Para ello necesitan a educadores que les ayuden a abrir los ojos ante la realidad, a replantearse y formularse preguntas sobre cómo están viviendo y a descubrir, tal vez, la necesidad de Dios y de musitar una oración…