El papa Francisco es un hombre que cuida mucho los detalles, quizás porque los detalles son una expresión profunda de un amor que no necesita de palabras para mostrarse en su plenitud. Han sido otras palabras, unas palabras escritas, las que han servido al pontífice para manifestar su cariño por los salesianos, siempre con el agradecimiento por haber estado interno, en su infancia, en el colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles, en Ramos Mejía. Con trece años Jorge Mario Bergoglio entró en un colegio en el que los salesianos le ayudaron “a crecer sin miedo, sin obsesiones” y a caminar hacia adelante “en la alegría y en la oración”. Ahora lo recuerda una vez más en el prólogo que ha escrito para un libro aparecido en Italia, sobre la exhortación apostólica Evangelii Gaudium en clave salesiana.
He leído y meditado este breve y sencillo prólogo, que rebosa de la naturalidad y alegría del papa Bergoglio, donde brilla una de sus mejores cualidades: la de saber dar las gracias en todo momento. Tras saborear su contenido, no me ha sido difícil llegar a la conclusión de que Don Bosco y la alegría del evangelio son algo inseparables. La alegría evangélica es la alegría de las alegrías, aunque haya cristianos, cualquiera sin ir más lejos que en situaciones complejas, o no tan complejas, que prefieran mostrar unos rostros cariacontecidos, quizás con la esperanza de dar lástima y arrancar de los demás una palabra de consuelo. No era así Don Bosco, que tenía, según el papa, cara de “domingo de Pascua”, y no de “Viernes Santo”. El fundador de los salesianos era, en definitiva, “un portador sano de la alegría del evangelio”. Solo le ha faltado decir al papa, por ejemplo, que la alegría es el termómetro del cristiano. ¿De qué nos aprovecharán todas las prácticas piadosas si la alegría no nos acompaña, si no define nuestra vida? Tanto es así que un acto virtuoso podría ser cantar cualquier canción, que a la vez sirva para recordarnos que estamos alegres porque Dios nos ama con locura.
Ser cristiano es incompatible con sentirse autosatisfecho, situarse al margen de la gente con la excusa de una malentendida privacidad, que suele ser una máscara del egoísmo. Si el trato personal con el Señor nos llena de alegría, la consecuencia solo puede ser que esa alegría rebose, como el buen vino, y llegue a todos los que nos rodean. El papa Francisco subraya el contraste de Don Bosco con otros sacerdotes de su tiempo, y de tiempos más próximos, que vivían distanciados del pueblo. En el Turín de la revolución industrial del siglo XIX, con toda su secuela de miserias morales y materiales, Don Bosco va a las “periferias sociales y existenciales” en busca de los jóvenes. La alegría, la cercanía o la percepción de que hay un sacerdote libre de temores y angustias, tenían que resultar atractivos para unos muchachos abandonados a su suerte en la calle, el taller o la fábrica, sin una mano que poder estrechar o un hombro en el que poder apoyarse. Por eso es un ejercicio muy sano para la mente, y al final también para el cuerpo, leer con frecuencia la vida de Don Bosco. Seguramente podremos experimentar, con la ayuda del Espíritu Santo y de María, lo que él mismo experimentó, que no es otra cosa que lo señalado por el papa en el prólogo: “Si nos dejamos sorprender con la simplicidad de quien no tiene nada que perder, sentiremos nuestro corazón inundado de alegría”. Un abandono confiado en las manos de Dios y de su Madre es un abandono en la alegría. Por lo demás, un auténtico educador, según señala el papa, se caracteriza por la alegría. Y es la alegría la puerta que conduce a otras dimensiones como la belleza y el trabajo, en las que también fue educado el joven Bergoglio por los salesianos.
Aunque otros santos pudieran disputarle el título, no sería inadecuado calificar a Don Bosco como el santo de las periferias. A las periferias no se va con recelos y temores. Se va con la alegría del evangelio. Y vamos con el convencimiento, que no es una ilusión consoladora, de que el mundo ni la gente están perdidos. Refiriéndose a los jóvenes, Don Bosco invitaba a mirarlos con realismo positivo. Incluso en los más rebeldes y fuera de control, sabía distinguir “un punto de acceso al bien”, sobre el que hay que trabajar con paciencia y confianza. Esta perspectiva solo puede ser posible, como la vivió don Bosco, desde la alegría del evangelio. La que han de vivir todos los cristianos, y en particular los “queridos salesianos” a los que se refiere el papa en el libro.