Con la excusa de un postre apetecido, por ejemplo, su “duende” inspirador maneja el arte de la palabra, del ingenio. Y, como si de una paleta de colores se tratara, elige el tono, el color ajustado. Poco a poco el lienzo va cobrando vida entre sus encantados amigos.
Luego, a modo de obra colectiva, cada aprendiz toma su pincel y traza contornos, líneas que dan al cuadro una chispa, un destello sorprendente, un guiño al pasado de otros ratos, de otras obras. En una proyección creadora, a palabra alzada, inusitadamente original y bella.
Así. Como un maestro pintor que atrapa la energía de otros pinceles ávidos, cercanos. Con su sola presencia nuestro amigo singular suscita el juego, el arte de la comunicación, las palabras amadas y amables. Sin grandes aspavientos, robando a la eternidad minutos por momentos atemporales.
La mesa es arrebatada por la loca inteligencia de nuestro vivo corifeo. Su diminuta figura abre los brazos a remolinos de corazones entusiasmados, con hilos invisibles aúna pulmones ávidos de aires nuevos, y provoca cataratas de gestos tan excesivos como el humor.
Luego se levanta. Con su pequeña mano alzada, agita levemente el aire cálido recreado y se va. Se va, tal vez para siempre. Se va a otra mesa tan llena de creatividad como las comidas del resucitado.
Mientras los demás quedan. Añoran y cantan. Ausentes. Algo se muere en el alma…