El sonido de las ambulancias resuena como los ecos de una guerra pasada. A bordo, los sanitarios van equipados con trajes especiales y mascarillas, señal inequívoca de que transportan consigo a un contagiado de ébola. Las gentes de Freetown huyen del vehículo, no tanto para permitirle el paso como para no ser alcanzados por las balas de la enfermedad. De pronto, se escucha un estruendo: un furgón de policía ha impactado contra una moto y el conductor de esta ha muerto al instante.
La población, cargada de tensión por la situación que está atravesando, se encoleriza ante el suceso. La capital de Sierra Leona se sacude, víctima de un conflicto contra un enemigo que, aunque no se ve, está en todas partes; ocupa el centro de las conversaciones y ahoga el incipiente crecimiento del país. Freetown libera su guerra particular contra el virus.
Al igual que sucede en cualquier otro conflicto, en la crisis del ébola también hay refugiados. Rondan las calles de la capital, sin rumbo y sin la más mínima certeza de lo que les deparará el futuro inmediato. Muchos de ellos son niños. “No saben siquiera dónde van a dormir o si, a lo largo de la jornada, van a llevarse algo a la boca”, cuenta a este diario Ubaldino Andrade, misionero salesiano, superior de la congregación en Sierra Leona.
Ellos recogen a estos niños, los trasladan al centro Don Bosco de Freetown, les ofrecen una educación y asilo durante once meses y, después, les buscan una familia en la que integrarse. Aunque su labor comenzó tras el conflicto que se libró en el país (Sierra Leona quedó rasgada por una guerra civil que se prolongó desde 1991 hasta 2002), la miseria imperante les empujó a seguir trabajando con los niños de la calle.
El propio Andrade se considera uno de ellos: “Crecí en el seno de una familia muy humilde, en Venezuela, en medio de mucha pobreza. Por eso sé cómo tratarles, las carencias que tienen, que no son otras que el cariño”. El misionero explica que, desde que se ha desatado la crisis del ébola, muchos niños han quedado en una situación de desamparo.
Según las estadísticas que maneja el Gobierno, unos 350 menores han perdido a sus dos padres por culpa de la enfermedad. “Pero hay otros muchos a quienes todo esto también les está afectando, aunque sea de modo indirecto –expresa Andrade–. Hay hogares en los que alguien ha resultado infectado, y eso ha detonando un ambiente de por sí inestable”.
Huérfanos por culpa del ébola
Hassan Brrei es uno de ellos. A sus 18 años, acaba de salir de la cárcel de Freetown después de haber cumplido seis meses de condena por un delito que, asegura, no cometió: un robo. “Perdí a mi padre en la guerra y mi madre murió infectada”, relata el joven. Este último episodio le empujó fuera de su casa, en Makeni, para buscar una vida mejor en la capital. Apenas pasaron unos días cuando fue detenido. El recuerdo todavía le escuece: “En la prisión se vive muy mal. Me hice una herida en el tobillo tratando de escapar de la policía y allí se me infectó”, describe, a la vez que señala el centro penitenciario.
Las instalaciones están dispuestas de tal modo que en su interior caben hasta 300 presos, pero la realidad es que albergan a 1.900 reclusos en unas dudosas condiciones de higiene y salubridad. “Al salir de la cárcel no sabía dónde ir y me dirigí a Don Bosco. Ellos me han acogido y me han prometido que me quedaré con ellos hasta que me recupere de mis heridas y pueda regresar a casa”, describe Hassan Brrei.
A muy pocos metros descansa Abdullai Lanzana, recostado sobre la fachada de Don Bosco. Él, al igual que Brrei, también acaba de salir de la cárcel, aunque en su caso sí reconoce el delito por el que se le condenó: trapicheo de drogas. “He venido con los salesianos para pedir dinero. Tengo los pies hinchados por culpa de una enfermedad que contraje entre rejas y apenas puedo caminar. Quiero unos pocos leones (la moneda local) para pagar el billete de un autobús que me lleve a casa”, explica mientras masajea sus extremidades inferiores en busca de alivio.
Huérfanos por culpa del ébola
Hassan Brrei es uno de ellos. A sus 18 años, acaba de salir de la cárcel de Freetown después de haber cumplido seis meses de condena por un delito que, asegura, no cometió: un robo. “Perdí a mi padre en la guerra y mi madre murió infectada”, relata el joven. Este último episodio le empujó fuera de su casa, en Makeni, para buscar una vida mejor en la capital. Apenas pasaron unos días cuando fue detenido. El recuerdo todavía le escuece: “En la prisión se vive muy mal. Me hice una herida en el tobillo tratando de escapar de la policía y allí se me infectó”, describe, a la vez que señala el centro penitenciario.
Las instalaciones están dispuestas de tal modo que en su interior caben hasta 300 presos, pero la realidad es que albergan a 1.900 reclusos en unas dudosas condiciones de higiene y salubridad. “Al salir de la cárcel no sabía dónde ir y me dirigí a Don Bosco. Ellos me han acogido y me han prometido que me quedaré con ellos hasta que me recupere de mis heridas y pueda regresar a casa”, describe Hassan Brrei.
A muy pocos metros descansa Abdullai Lanzana, recostado sobre la fachada de Don Bosco. Él, al igual que Brrei, también acaba de salir de la cárcel, aunque en su caso sí reconoce el delito por el que se le condenó: trapicheo de drogas. “He venido con los salesianos para pedir dinero. Tengo los pies hinchados por culpa de una enfermedad que contraje entre rejas y apenas puedo caminar. Quiero unos pocos leones (la moneda local) para pagar el billete de un autobús que me lleve a casa”, explica mientras masajea sus extremidades inferiores en busca de alivio.
Aunque la labor llevada a cabo desde el centro Don Bosco sea la más representativa, los salesianos abarcan, en Sierra Leona, un campo de trabajo mucho más extenso. En Lungi cuentan con diez escuelas, ahora clausuradas después de que el Gobierno decretara el cierre de los colegios para evitar contagios; mientras, en Bo, trabajan con las aldeas y los campesinos en varios proyectos relacionados con el agua.
En los últimos meses, además, los salesianos han puesto en marcha una campaña de concienciación para explicar a la población el verdadero alcance del ébola y la necesidad de asumir una serie de medidas de protección. Para ello, han habilitado un número de teléfono gratuito en el que la gente les traslada sus dudas e informa de los nuevos casos de posibles infecciones.
Asimismo, han instalado en las ciudades en las que trabajan decenas de contenedores amarillos cargados de agua clorada, mortal para el virus. Ali Bangura y Kasimu Jabi, de 22 y 23 años, salvaguardan uno de estos contenedores a la entrada de una barriada de chabolas de Freetown. “Es fundamental lavarse las manos continuamente –explican–. Eso, y evitar el contacto con la gente”.
La labor que desempeñan los salesianos les ha llevado a ganarse el respeto de la comunidad con la que conviven. En su caso, a diferencia de lo que les ocurre a algunas organizaciones internacionales recién desembarcadas, se les escucha con autoridad y respeto. “Estamos muy agradecidos por su labor”, afirma Sheriff Conteh, de 43 años, quien vive en las inmediaciones del centro Don Bosco.
“Muchos médicos se han marchado desde que empezó la epidemia del ébola –prosigue–, pero ellos se han quedado, siendo como un padre para muchos niños sin hogar. Ojalá hubiera muchos sanitarios que siguiesen su ejemplo y vinieran a trabajar sobre el terreno, porque eso, y sólo eso, es lo que necesitamos".
Artículo de El Confidencial: http://www.elconfidencial.com/mundo/2014-10-21/un-dia-mas-con-vida-para-los-ninos-del-ebola_280651