El salesiano español que salvó a 22.000 personas

27 junio 2014

En Bangui, la capital de la República Centroafricana, robar un teléfono puede equivaler a una muerte atroz a manos de una multitud enfurecida. Agustín Cuevas, un religioso español que pronto cumplirá 70 años, ha tenido que interponerse más de una vez ante una turba que pretendía ajusticiar a una persona por motivos tan banales como ese. Así sucedió con una adolescente discapacitada psíquica que sustrajo un móvil y un poco de dinero, quizás sin saber siquiera lo que hacía; seguramente hoy estaría muerta de no ser por este misionero que desde hace 42 años recorre la castigada tierra de África.

En el recinto de la iglesia de Saint Jean Bosco, en el humildísimo barrio de Galabadja en Bangui, un millar de personas subsiste a duras penas desde hace siete meses protegidos por la comunidad de salesianos a la que pertenece este religioso conquense, que recaló en Centroáfrica hace tres años tras vivir en varios países del continente. La mayoría de estos desplazados son mujeres y niños que llegaron huyendo de la violencia “ciega y gratuita”, dice Cuevas, que estalló en la capital centroafricana el pasado 5 de diciembre.

Sin tener a quien recurrir, con un ejército en desbandada y atrapados en el fuego cruzado de dos brutales grupos armados, los Seleka y los Antibalaka, muchas personas se refugiaron entonces en lugares de culto. En Galabadja llamaron a la puerta de la comunidad de salesianos, que desde hace años se ha esforzado en levantar un pequeño oasis de servicios, incluidos una escuela y un dispensario de salud, en este vecindario olvidado.

Los desplazados que hoy siguen en el recinto de la iglesia no fueron los únicos. En los edificios y las explanadas del complejo llegaron a hacinarse 22.000 personas que dormían amontonadas “en los bancos y en el suelo de la iglesia”,  mientras fuera el ruido de los disparos y las explosiones de granadas y proyectiles de morteros no cesaba, cuenta el párroco a El Confidencial.


“Los muertos se amontonaban en el suelo del dispensario”

Casi todos habían huido de sus casas con lo puesto, sólo con sus numerosos hijos a cuestas, intentando evitar verse atrapados en unos combates en los que, durante un fin de semana, murieron más de mil personas sólo en la capital del país, según la Cruz Roja. A esta institución correspondió la penosa labor de recoger unos cadáveres a menudo con señales de torturas atroces o decapitados. También en el pequeño dispensario de la iglesia de Galabadja, recuerda el salesiano, “se acumulaban los muertos en el suelo”.

La mayoría de quienes buscaron refugio en la iglesia (sólo una pequeña parte de los cerca de 600.000 desplazados por la violencia en República Centroafricana, según datos de Naciones Unidas) ha vuelto a sus casas o a lo que queda de ellas. Los que siguen viviendo en Saint Jean, incluidos 350 niños, son quizás los más menesterosos, los pobres entre los pobres, gente que se siente abandonada por unas organizaciones internacionales que no parecen dar abasto ante la inmensidad de esta crisis, que ha dejado a más de la mitad de la población centroafricana (2,5 millones de un total de 4,6) en una situación de dependencia absoluta de la ayuda humanitaria.

Aquí la ayuda llega con cuentagotas, o no llega en absoluto, critica el padre Agustín, quizás por tratarse de un sitio de desplazados pequeño y por la mayor atención mediática que suscitan otros campos como el de Mpoko (44.000 personas), situado junto a la pista del aeropuerto de la ciudad. “Esta gente no recibe nada”, asegura el religioso, “la última distribución de alimentos aquí por parte de las organizaciones internacionales fue hace tres meses. Desde entonces, nada. Los empleados de la OIM (la Organización Internacional de las Migraciones) vienen, toman datos y se van. No hacen caso de ninguna de nuestra peticiones”.

Frente al despacho del padre Agustín se levantan varias tiendas de campaña enormes construidas con lonas en las que figura el logotipo de UNICEF. Los desplazados las han bautizado con nombres bíblicos, como Jericó o Arca de Noé, quizás en un intento voluntarioso de invocar la protección divina. Bajo las lonas, el calor y la humedad dejan sin respiración.

Es casi mediodía y algunas mujeres, rodeadas de niños desnudos o vestidos con harapos, cocinan la pasta de mandioca que constituye la base de la alimentación local. Las matanzas han dejado a muchas solas a cargo de su siempre numerosa prole, como a la mujer sentada junto a su madre que saluda con afecto al padre Agustín.
Tiene 50 años y nueve hijos. A su marido lo mató “una bala perdida” en Douka, a 256 kilómetros de Bangui. Después, los Seleka quemaron su casa. La mujer emprendió entonces la huida a pie, con su numerosa familia; caminaron durante dos semanas hasta llegar a la capital. “Los niños, mi madre y yo comíamos lo que nos daba la gente y bebíamos agua de los charcos. No tenemos a dónde ir”, cuenta a este diario. 

El rescate de dos periodistas: “Tu vida vale según tu color”
Las familias monoparentales, con una mujer al frente, parecen ser una norma aquí. Unas por haber perdido a su pareja en la guerra; otras por haber sido abandonadas… El caso es que el futuro de muchos niños del campo depende de sus madres, en situación de desventaja por ser mujeres y, por ello, más vulnerables a la pobreza y a la violencia. Sobre todo a la sexual, una plaga que se cierne especialmente sobre los campos de desplazados.

En Saint Jean Galabadja, las mujeres están bastante a salvo del abuso sexual, aunque, recuerda el padre Agustín, en una ocasión una niña estuvo a punto de ser violada. No son los únicos peligros a los que se enfrentan estas personas. En enero, junto a la escuela que gestionan los salesianos y a la que acuden los niños del barrio –los misioneros han puesto en marcha otra escuela, más informal, para los pequeños desplazados–, alguien arrojó una granada de mano.

Los militares de la misión de la Unión Africana, MISCA (en sus siglas en francés), que entonces vigilaban el recinto, recibieron de lleno la explosión. Uno de ellos murió. Desde entonces, los niños dan clase con las ventanas cerradas, pese al calor sofocante. Las granadas, que se pueden comprar por 50 céntimos de euro, proliferan demasiado como para que el riesgo sea tolerable.

Con el tiempo, esta comunidad se ha organizado por su cuenta. Un grupo de scouts patrulla el campo para garantizar una cierta seguridad, mientras que otro colectivo de voluntarios “trabaja día y noche”, asegura el sacerdote, para ayudar en lo posible a los desplazados. Aun así, el peligro está ahí, aunque no es igual para todos, asegura el misionero: “Cuando estallaron los combates en diciembre, dos periodistas norteamericanos se refugiaron aquí. Entonces llamamos a los soldados de la operación Sangaris (2.000 soldados enviados por Francia en diciembre), que vinieron enseguida a evacuarlos. Porque, ¿sabes?, la vida no vale lo mismo dependiendo del color de la piel”.

“La bondad pasa inadvertida porque no hace ruido”
La religiosidad de los centroafricanos ha ayudado algo al padre Agustín a imponer su autoridad en medio del caos, aunque el religioso critica que en este país se observe en ocasiones “una religiosidad mal entendida, que es muy peligrosa porque puede llevar a matar en nombre de Dios. Los rezos deben ir acompañados de la búsqueda del bien común”.

Este sacerdote destaca que el de República Centroafricana “no es un conflicto religioso”, pese a que los Seleka, mayoritariamente musulmanes, hayan perseguido y masacrado a los cristianos, mientras que los Antibalaka, que se presentan como cristianos aunque su simbología es animista, estén ahora asesinando musulmanes. En realidad, más allá de las ansias de venganza mutua, ambos grupos armados, poblados de criminales, persiguen lo mismo: el poder y el control de las riquezas naturales del país, como el oro y los diamantes.

‘Sabemos que entre los refugiados hay escondido algún Antibalaka. También tuvimos a un Seleka, cuya identidad protegimos para que no lo lincharan. Para nosotros, un desplazado es un desplazado, no le preguntamos su religión’“La mayor maldición para un pueblo que no está estructurado son las riquezas fáciles”, deplora el padre Agustín. Después, entra en una habitación de la que sale cargado con una veintena de machetes y cuchillos de enorme hoja. Son las armas que han confiscado a las personas que entraban a refugiarse en el recinto y a las que registraban previamente.

“Sabemos que entre los desplazados hay escondido algún Antibalaka. También tuvimos a un Seleka, cuya identidad protegimos para que no lo lincharan. Cerca de aquí hay una base de Antibalaka, pero nosotros tenemos una cierta influencia con ellos. En una ocasión querían matar a un hombre y acudimos a la base para evitarlo. Allí les hicimos saber que si mataban a esa persona, habría una reacción de nuestra parte. Para nosotros, un desplazado es un desplazado, y no le preguntamos ni su religión, ni sus ideas ni su origen”, cuenta el salesiano.

El párroco recalca después que, en este país, “hay también gente muy buena, gente pobre del barrio que da 4.000 francos (6 euros) que le hacen mucha falta para ayudar a los desplazados. Lo que pasa es que la violencia es muy ruidosa, mientras que la bondad pasa inadvertida porque no hace ruido”.

Artículo original en El Confidencial: http://www.elconfidencial.com/mundo/2014-06-26/el-cura-espanol-que-salvo-a-22-000-personas_152444/

Fotos: Trinidad Deiros
 

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